Empezó
siendo astronauta, aterrizando en planetas que nadie había conquistado, plantando rosas sin espinas en aquellos
recovecos donde la luz no llegaba. Construyendo puentes entre estrellas sin
nombre y destruyendo aquellos castillos que escondían demonios en lo alto de las
montañas, las cuales conseguían rozar el cielo. Donde había silencio, encendía la radio; en un
intento de hacerle ver al sol que era bien recibido en aquel planeta al que
denominó “Serendipia”.

Dio
por finalizado su viaje cuando otro astronauta más vivaz que ella, con más ganas
de comerse a los monstruos, aterrizó en Serendipia. Ella dejó sueños pendientes
colgados en las comisuras del planeta y emprendió un nuevo viaje
sin un destino definido. Dejó de ser astronauta, dejó que el tiempo le hiciese
cosquillas en las plantas de los pies, que el mar le llevase a donde quisiese… hasta
que encontró un nuevo continente.
Abrió
la boca, sorprendida por el paraíso que
se encontraba ante sus ojos, inhalo cada olor, acarició cada roca que el mar
había abandonado a la orilla de aquella
playa silenciosa. Nunca supo su nombre, si era el único continente en ese gran
océano u había más cerca, pero tampoco se intereso por eso. Colgó su sonrisa en
las palmeras más cerca, baño sus sueños perdidos en los ríos donde el agua era
transparente, jugó a ser trapecista en el bosque de aquel continente que la
abrazó tan fuerte que pensó que una de sus costillas se convertirían en
cenizas. Exploró sus cuevas, haciendo que algunas de sus cicatrices volviesen a gritar de dolor o de pánico, por notar como unos dedos desconocidos
intentaban encontrarse dentro de ellas.

Decidió
hacer su equipaje, colgarse el cartel de fuera de servicio y volver a viajar
sin destino, con un sabor salado en sus labios y tres pinchazos en su corazón.
Dejó aquel continente al que nombró “Etéreo” y sin mirar atrás, sin dejar que
los momentos vividos en esas tierras la hiciese volver, se alejó.
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