Dos
horas más tarde, cada uno estaban en estaciones diferentes. Inefable aguantaba
las lágrimas, convirtiéndolas en sollozos mudos. Llevaba un billete en su mano
izquierda y una foto cortada por la mitad; un pequeño recuerdo de su chica
revoltosa. Ella estaba en la estación noroeste de esa ciudad, tenía el pecho
por dentro abierto, las mariposas intentaban suturar la herida, parar el golpe,
frenar todos los recuerdos que se agolpaban impacientes para deslizarse por sus
mejillas. Ya no se sentía valiente para dejar todo de golpe, para olvidar que
un día consiguió ser –de verdad- con alguien…
“¿Cuál
es su destino, señorita?”
“Me
da igual, elija usted.”
“Pero
señorita….”
“En
serio, elija. Me da igual el destino”.
Dobló
el billete sin mirar cuál había sido el destino elegido por el hombre mientras que Inefable no podía apartar la vista del nombre que estaba impreso
en el suyo, pensando en romperlo, en hacer como si nunca se hubiese querido
marchar (y en realidad, no quería. No quería perderla pero el miedo a romperla,
a convertirlas en cenizas, pesaba más en la balanza). Inefable respiro hondo,
autoconvenciendose que era lo mejor. “¿Lo mejor para quién?” La pregunta le
asalto por sorpresa y por un instante, dudó si realmente huir del amor ,y no
vivirlo, era lo mejor.
Ambos
se subieron al tren. Uno miró hacia su izquierda, el otro hacia su
derecha…Quizás, quien sabe, se estaban mirando y no se supieron ver. Quizás,
otra vez, vuelvan a encontrarse o quizás, se perdieron por no querer apostar
todo por una carta.
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